Me desplomé, como un tonto,
una tarde de invierno grisáceo y taciturno,
halado, gravitante, hacia un suelo fríamente ajedrezado.
Recordé el otoño, sus hojas secas, cayendo, por supuesto.
Y aquella vez en que me diste mi último primer beso.
Entonces, como queriendo, esperé a que vinieras a frenarme.
Me levante, con veintinueve años en el cuerpo, envejecido,
consciente de que el tiempo, con sus arriba-abajo horizontales,
me traía hasta el momento, justo antes, del impacto,
ignorando el riesgo de estar en pie y caminando.