Así despacito sin que nadie lo notara
fue dejando con cada pisada
con cada veso
con cada berso
las huellas de su angustia.
Fue derramando sobre el viento las cicatrices
las esperanzas recién nacidas muertas.
Se nos murió sobria y fresca como la luz de la noche
se nos coló entre los muslos... entre los sexos.
Nos fue dejando sin metáforas ni hipérboles
sin pisapapeles profilácticos en la musa del retrete...
de los escritorios, de los bufetes.
Acaso te llevaste también las plateadas tropas de tu sonrisa
los ruidos rosa de tus senos
la sal de las amapolas hambrientas
el garbo de tu cuerpo uniformado de oficina
los cuchillos afilados de la aurora...
y de tu aliento.
Ya has muerto Irene.
Y te cargaste con tu muerte
con tu viaje al silencio sordo
las palabras
los colores
la magia (Maga)
la mierda de la decadencia
los suspiros de la madrugada
los rayos de sol...
las antinomias.
Ibas dejando rastro de tu plexo abierto y espermatizado
de tus brazos largos como el tiempo
de tus manos finas como el olvido.
Moriste heroína (intravenosa, por supuesto).
Te llevaste tus latidos
la música para el alma
las escenas del Capítulo Veintiuno.
Nos dejaste sobre el pavimento
húmedos y ebrios de tu recuerdo
a oscuras...
con la rabia en los zapatos y la huída entre los dientes.
II
Ya a tientas, apoyado en la brisa
en una espalda hace poco hurtada
a fuerza de latigazos crepusculares
uno de nosotros duda si pregunta:
Qué nos quedó Irene.
Qué nos quedó.
Por qué sigues ahí tan cercalejos.