Eso que sabes y que escondes y que de alguna extraña manera sabes que sé, como si ya me lo hubieras dicho tú misma la noche en que me besaste las dos mejillas en el barrio de Oriente. Ignoro por qué lo sufres tanto, Irene, si yo ya te había puesto al tanto de que algún día podría ser posible que lo volvieras a sentir nuevamente, porque nada se escapa a esa espuma cremosa que es esta vida en una habitación vacía o llena de muebles absurdos o sillones y estufas e inmuebles espantosos y atroces como esas frías paredes que te protegen de la noche ahora con su techo y que al mismo tiempo te condenan a sentirte solitaria como una lombriz retorcida en un tequila que acabaste y la ventana ya no será un remedio porque la ciudad también estará ahí indiferentemente resentida sin prestarle la más mínima atención a tu cuello o tus manos, Irene. No sé, pero no creo que pueda, ni tú tampoco podrías después de tantos tiempos y heridas en el recuerdo. Mejor te tiras y sales de una vez por todas de esa inercia que es sentarse a llorar sobre el sofá con el rostro metido entre las manos, porque esa maldita luz que te penetra desde la lámpara a la izquierda y el té de manzanilla que hervirás a las tres de la mañana para conciliar un sueño que no tienes y no tendrás por tantas noches no te costearán la estupidez de empequeñecerte ante la vida por otra vida que no es la tuya. Porque no duermes, Irene, sé que no duermes, porque sé que sólo te quedas perdida en el silencio hasta que ya no sabes más de ti y a otro día, con sol y taxi y “qué tal”. ¿O acaso crees que es cierto que todo esto vale tanto la pena como vale caerse de rodillas frente a la Plaza del Costado un día de lluvia diciéndome “te amo”? No, niña tuya, no es necesario que me digas nada. Es mejor que te calles y que sigas ahí sentada y callada sufriéndote como si ya todo perdiera su sentido para siempre, Madrid.