Habían quedado para juntarse a las seis menos cuarto en la plaza comercial del centro y ninguno de los dos faltó a la cita. El martes a esa hora debía de ser un buen día para verse sin levantar sospechas, a cada uno le tomaría alrededor de ocho a diez minutos para llegar al encuentro. Altagracia ya estaba sentada en uno de los banquitos de enfrente a la tienda acordada cuando él se le acercó de repente con un «hola» y un «vayámonos de aquí» que ella comprendió enseguida. No debían quedarse por mucho tiempo juntos en un lugar público y concurrido como aquél que eligieron para consolidar su coartada en caso de demora.
Excepto por el vigor del apretón en el antebrazo izquierdo, Altagracia tomó todo como si la costumbre misma de cada tres veces al mes y la urgencia de verse fueran el pretexto convincente de que algo podría pasarles si titubeaban un segundo en insignificantes mediciones y diferenciaciones de fuerzas entre géneros, así que la rudeza fue perdonada en el mismo momento en que sucedía, aunque permanecería extrañada hasta bajar al estacionamiento y decidirse por el automóvil de ella, sin vacilar, simplemente porque Petonilo no tenía ninguno. Dentro, con una calma expectante, lo que restaba ya era poco, pronto estarían en un motel en las afueras cercanas a la ciudad, por eso Altagracia prefirió ceder a sus instintos y entregarse por completo a disfrutar de la libertad que sólo conseguía cada cierto tiempo en los brazos de Petonilo.
Como de costumbre, no se dirían mucho hasta llegar al motel, porque ninguno querría desgastar las ansias guardadas durante dos semanas y media en pequeñas y delicadas demostraciones de afecto que no deberían expresarse nunca fuera del contexto correspondiente, pero Petonilo no le acariciaba ni le tocaba y eso del tacto sí estaba permitido, hasta cierto punto, siempre fue una especie de preámbulo erótico y afrodisíaco para ir ganando tiempo y esto Altagracia no lo sospechaba sino que lo tenía sobradamente claro en cada encuentro, por eso asentía con la disposición de una mujer que sabía perfectamente en lo que estaría dentro de un rato.
Petonilo no le miraba ni le tocaba, y ella ya empezaba a sentirse como gata en celo y eso a su orgullo no le venía bien. Siempre pensó que él no era uno de esos hombres a los que había que entusiasmarlo excesivamente para recordarle la vida, por eso mismo lo eligió como amante dos años antes en una noche en que se le acercó en una esquina para preguntarle la dirección de un lugar con el que no daba, y él entonces se acercaba y la atrapaba respondiéndole con una mirada joven y tan llena de excitación que empapaba todo el auto hasta el techo, una mirada que hasta ahora no pudo librarse ni nunca se libraría.
A Altagracia le molestó la pregunta, insistente, comprensible, viniendo de un muchacho diez años menor que ella, pero que debió ser entendida y olvidada con la misma respuesta que también hoy le daría.
―¿Lo vas a dejar o no, Altagracia? ―le preguntó Petonilo, secamente, como quien sabe que el mar trae olas grandes cuando hay viento fuerte. Y la misma respuesta confirmada bastó para convencerle en que no tendría otra forma de terminar con aquello que no fuera con esa que había planeado desde hace dos semanas.
―Sabes que no puedo, niño mío ―contestó Altagracia, sintiendo un adeudo encima que sólo podría pagarle en la cama a escondidas, por unas pocas horas―. Tengo hijos con él y le estimo… ―Y todo esto Petonilo lo tuvo claro desde el principio, pero el fuego en el pecho sólo se le apagaba hasta lograr quemar totalmente la madera que le astillaba el corazón y toda el alma, y la única manera conocida por Altagracia para restablecerle el ego y el orgullo a un jovenzuelo herido, era hacerle el amor hasta agotarlo y dejarlo feliz mientras tuviese la mano en la masa y ahí precisamente era el lugar donde ella quería que Petonilo la tuviera, por eso al llegar al motel, aprovechaba que esta vez quien estaba al volante era él y no ella, lo que le daba más oportunidad para la acción desbordante a la que ningún hombre ha sido capaz de escaparse o rechazar sin ceder hasta la sangre, por más pretextos y evasivas fraguadas en otro mundo.
Con la viveza y el apresuramiento de siempre, que comprendía el ritual que se desarrollaba desde el auto hasta la entrada de la cabaña, ya completamente salvados por la portezuela de la marquesina particular que todo establecimiento de este tipo debe tener en cada una de sus casitas de paso, de breve y discreto arrendamiento, Altagracia, en su búsqueda de placer, recogió la soga que cayó de la mochila del muchacho donde debía haber libros, y se fue delante con ella en las manos para no retrasarse, porque no importaba, lo interesante era estar juntos y desnudos ahí dentro hasta descalentarse mientras hubiera tiempo para completar la agenda.
Entonces sintió en su espalda un fuego más ardiente que el de su lascivo y libidinoso cuerpo, y supo con la tercera puñalada, que ese día, no era suya la agenda que se llevaba a cabo, que cada cuchillada había sido planeada por Petonilo para desagraviarse y sacarse su amor por ella de encima...
Ya arrastrada hacia la cama, con toda la sangre manchando la habitación, a Petonilo le quedaría tiempo suficiente para limpiarlo todo, pedir un café por la pequeña ventanilla, fumarse lentamente un cigarrillo mientras contemplaba el cuerpo inerte de su amada y quizás buscar un lugar alto e inequívoco donde amarrar la soga para colgarse.