A Tatica Gautreaux
Ahí estaba la abuela, humillada por la impotencia de la agonía.
Tras una larga vida de extraordinarias aventuras y de innumerables experiencias adversas y benévolas, de dichas llenas de voluntad emancipada y de su orgullo obstinado, después de manifestar heroicamente su valentía siempre que el destino le ponía de bruces al futuro, después, ahí, con el paso del tiempo, sólo le quedaba visible el pequeño espectro del cielo raso que adornaba el techo de la habitación, que, dentro de lo sensorialmente posible, le permitía contrastar, con los ojos abatidos, todos los rostros de los que franqueábamos la cama para verle el suyo ya envejecido.
No hablaba ni sonreía. Su cuerpo arrugado y flácido no le alcanzaba siquiera para decretar su último apetito, apenas cerraba o dejaba caer deleznablemente los párpados, quizá buscando un poco de luz en otras dimensiones de su cercenada existencia.
Todos conversaban y sufrían. La abuela se iría de nuestras vidas y se llevaría con ella todas las historias que nos contaba sentada en su inmemorable sillón de mimbre, cuando nos reuníamos los domingos en el balcón de la casa que compró junto al abuelo; el abuelo ya no estaba, hacía mucho tiempo que había muerto. La abuela contaba sus historias cada tarde y cantaba sus canciones, con las piernas cruzadas y con la mirada dejada en otros tiempos y épocas en que la vida sólo era vida.
- Ahora ya le queda poco-, había dicho el doctor Abelardo antes de ajustarse el sombrero y marcharse.
Lo que nos parecía extraño, era que la abuela se aferrara a la vida con tanta fuerza, pues sólo le quedaba intacta la vista, era lo único que podía hacer en el mundo, mirar, lagrimear, y después, ahora, con tantos años que han pasado, me pregunto qué miraba la abuela, por qué lloraba, qué pedía.
Yo tenía apenas doce años, y ella estaba allí con casi un siglo entre sus vestigios. No sé si lo hice a petición suya, no recuerdo si me lo había pedido antes, cuando me sentaba en sus piernas para calmarme el llanto; apenas tenía doce años, y ella ahí, humillada por la impotencia de la agonía. Tomé la almohada sin pensarlo dos veces, estábamos solos, la abuela y yo, con todo el pasado y el futuro enredado en nuestras miradas. Tomé la almohada, y me despedí de la abuela con un beso en la frente, y ella, dejó de llorar para siempre queriendo sonreír valientemente para darme ánimos. Se quedó quieta y soltó la luz por donde se aferraba a todo lo que había sido.
Yo salí de la habitación, lloraba, era apenas un niño, doce años, aún tenía la almohada apretada en mis manos, me senté en uno de los muebles de la sala y lloré todo lo que tenía que llorar esa tarde hasta comprender que quizás a mí también me lo tendrían que preguntar algún día.
Tras una larga vida de extraordinarias aventuras y de innumerables experiencias adversas y benévolas, de dichas llenas de voluntad emancipada y de su orgullo obstinado, después de manifestar heroicamente su valentía siempre que el destino le ponía de bruces al futuro, después, ahí, con el paso del tiempo, sólo le quedaba visible el pequeño espectro del cielo raso que adornaba el techo de la habitación, que, dentro de lo sensorialmente posible, le permitía contrastar, con los ojos abatidos, todos los rostros de los que franqueábamos la cama para verle el suyo ya envejecido.
No hablaba ni sonreía. Su cuerpo arrugado y flácido no le alcanzaba siquiera para decretar su último apetito, apenas cerraba o dejaba caer deleznablemente los párpados, quizá buscando un poco de luz en otras dimensiones de su cercenada existencia.
Todos conversaban y sufrían. La abuela se iría de nuestras vidas y se llevaría con ella todas las historias que nos contaba sentada en su inmemorable sillón de mimbre, cuando nos reuníamos los domingos en el balcón de la casa que compró junto al abuelo; el abuelo ya no estaba, hacía mucho tiempo que había muerto. La abuela contaba sus historias cada tarde y cantaba sus canciones, con las piernas cruzadas y con la mirada dejada en otros tiempos y épocas en que la vida sólo era vida.
- Ahora ya le queda poco-, había dicho el doctor Abelardo antes de ajustarse el sombrero y marcharse.
Lo que nos parecía extraño, era que la abuela se aferrara a la vida con tanta fuerza, pues sólo le quedaba intacta la vista, era lo único que podía hacer en el mundo, mirar, lagrimear, y después, ahora, con tantos años que han pasado, me pregunto qué miraba la abuela, por qué lloraba, qué pedía.
Yo tenía apenas doce años, y ella estaba allí con casi un siglo entre sus vestigios. No sé si lo hice a petición suya, no recuerdo si me lo había pedido antes, cuando me sentaba en sus piernas para calmarme el llanto; apenas tenía doce años, y ella ahí, humillada por la impotencia de la agonía. Tomé la almohada sin pensarlo dos veces, estábamos solos, la abuela y yo, con todo el pasado y el futuro enredado en nuestras miradas. Tomé la almohada, y me despedí de la abuela con un beso en la frente, y ella, dejó de llorar para siempre queriendo sonreír valientemente para darme ánimos. Se quedó quieta y soltó la luz por donde se aferraba a todo lo que había sido.
Yo salí de la habitación, lloraba, era apenas un niño, doce años, aún tenía la almohada apretada en mis manos, me senté en uno de los muebles de la sala y lloré todo lo que tenía que llorar esa tarde hasta comprender que quizás a mí también me lo tendrían que preguntar algún día.
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In memorian.